miércoles, 15 de agosto de 2012

Relato ganador del I concurso de Los libros de Eva

Aquí os dejo el relato ganador. Cuando los demás relatos me den su permiso, si quieren, claro, enviaré el pdf con todos a quien lo pida, porque creo que merecen ser leídos.

LA CASETA VERDE DE LAS RATAS (Autor: Firefly)

       Cuando cumplí los doce años el colegio comenzó a mostrarme su verdadera cara. De hecho nunca la había escondido, sólo que con menos edad pasaba desapercibida. Ya no era el lugar idílico que creía que era siendo un párvulo. Se acabó amasar y dar forma a plastelina de colores brillantes. Ya nunca jamás pegaría pegatinas con diferentes formas geométricas en un folio en blanco sin importar siquiera si alguna de ellas era desterrada en una esquina de la mesa. Quizá lo único bueno de dejar atrás, hace ya varios años, aquel curso, era perder de vista aquella horrible bata a cuadros con el nombre bordado en el pecho que a todos los alumnos nos obligaban a vestir convirtiéndonos, de esa forma, en integrantes de una extraña sociedad secreta de diminutos seres. Y aún así, una nostalgia me embargaba cuando una de sus mangas asomaba furtivamente del armario cada mañana mientras me vestía con una camiseta a rayas, de esas que tanto me gustaban, y unos pantalones de pana, de esos que tanto odiaba. Pero mi madre, que los compraba de oferta, me obligaba a enfundármelos aunque el sol primaveral comenzara a lanzar miradas cargadas de dulce y esperada calidez.

       Las matemáticas ya no eran dos más dos. Y a medida que percibíamos que era un idioma universal capaz de desvelar los más intrincados misterios del universo también se convertía en una escarpada montaña que escalar. Y para colmo ciencias naturales cambió los pequeños animalillos de granja por el complejo cuerpo humano que,  representado en su totalidad y con todo lujo de detalles, dejaba en evidencia cuan ignorantes éramos de nuestro propio ser. Haciéndonos sonrojar a algunos y reír a otros por la bromitas del gracioso de clase que disimulaba de esa forma su total desconocimiento de las partes íntimas de una mujer o un hombre. Sí, evidentemente todo había evolucionado. Era ley de vida y con doce años intentaba amoldarme en ese mundo que a medida que crecía se me antojaba algo más complicado. Pero no todo estaba perdido, ni mucho menos. De hecho, en ese preciso momento no había nada perdido. Todavía no.

        Con puntualidad británica el sonoro timbre chillaba como un gallo asustado al ser accionado por la temblorosa mano del anciano conserje. Eran las cinco en punto. Y los niños, como un tsunami arrasando una costa cualquiera, se desbordaban de las aulas de forma desordenada mientras los profesores movían la cabeza de un lado para otro e intentaban en vano poner orden. Pero a esa hora los profesores perdían su poder, todo su embrujo se desvanecía y volvíamos a estar libres. Sólo eran unos minutos. Unos preciosos segundos que alargábamos y estirábamos como goma de mascar, destrozando todas las teorías del tiempo, mientras hablábamos, chillábamos o jugábamos con nuestros compañeros en el patio. Hasta que algún familiar o hermano mayor nos tocaba en el hombro y nos hacía regresar a la realidad. Al mundo en el que un minuto son sesenta segundos. A ese universo en el que los mayores mandaban y los niños obedecían. Entonces sólo quedaba volver a casa y reponer fuerzas para afrontar un nuevo día.

        Los viernes (día de la semana que mi madre se demoraba un poco más en venir a recogerme debido a su jornada laboral) esos minutos de libertad yo los aprovechaba para leer. Huía  a hurtadillas de cualquier amigo que necesitara hacer uso de su sociabilidad a costa de mi tiempo y me adentraba en la caseta verde. Más conocida como la caseta verde de las ratas. Una caseta que los alumnos de cursos más avanzados habían convertido en leyenda. Una leyenda que se desmoronaba a mi alrededor mientras al leer creaba una nueva.

       De la caseta verde de las ratas se decía que guardaba un cementerio en su interior y que por eso las ratas entraban y salían, campando a sus anchas y mordisqueando lo restos de los cadáveres. Otros contaban que las ratas se reunían dentro para dialogar y poner de manifiesto un sinfín de ideas, demostrando así ser inteligentes y ocultando esa capacidad de raciocinio a los humanos hasta el momento que decidieran atacarnos. Los más faltos de imaginación, esos muchachos que siempre tenían lo pies en la tierra, simplemente acusaban la aparición de tanto roedor debido a una falta total de salubridad  de esa zona del recinto. Incluso plantearon interponer una queja a la directora. Al final no lo hicieron. Debido sobretodo a que, al igual que los partidarios de las otras versiones,  nunca vieron una sola rata.

       Así que intentando desentrañar un misterio, y casi por casualidad, una tarde en la que el sonido del timbre ya había dado el libre albedrío a todos los escolares, me acerqué a la caseta verde. Se hallaba ubicada en la parte trasera del colegio. A la sombra de un gran árbol del cual nunca me molesté en saber la especie. La caseta tenía una puerta metálica color verde césped y el resto del mismo color pero una tonalidad más oscura. Sería fácil alardear de valentía, pero no existe la valentía sin el miedo. Y yo no tenía miedo pues nunca di crédito a ninguna de aquellas historias sobre roedores. Me acerqué con paso firme y seguro hasta que estuve a pocos pasos de la puerta y entonces pude percibir que ésta se hallaba entreabierta. No soy una persona que se piense mucho las cosas. Si se piensan demasiado se pierden oportunidades. Y aquella era perfecta para husmear den­tro de aquel pequeño edificio misterioso. 

       Apoyé la mano en el pomo y empujé suavemente. El interior estaba a oscuras y a medida que la hoja de la puerta giraba sobre sus goznes el sol fue bañando con su rojiza luz del atardecer la pequeña estancia. Me adentré, y al hacerlo obstruí con mi cuerpo la entrada de luz. Así que casi a ciegas palpé hasta dar con un interruptor. Con un leve zumbido una bombilla vieja y cubierta de polvo se empleó a fondo para realizar su trabajo. Y entonces pude ver con claridad el lugar. Nada de cadáveres ni ratas parlanchinas. Sólo herramientas desgastadas de jardinería. Sólo era eso: la pequeña caseta del jardinero. Pero eso no extinguió mi curiosidad, con lo cual me puse a fisgonear detenidamente todos los rincones y herramientas que allí se encontraban. Al poco rato me aburrí de mirar material de jardinería sucio y lleno de óxido en exceso y de observar montones de ramas secas y quebradizas bajo una tela azul muy deteriorada. Tomé asiento en el suelo y, casi instintivamente extraje un libro de mi mochila y empecé a leer. Aquel lugar era un oasis de tranquilad en medio de un desierto repleto de demencia preadolescente. Y desde aquel día, cada viernes, tenía una cita con aquel lugar en el que el silencio prevalecía por encima del tumulto.

       Invierno, primavera o quizás verano. No lo recuerdo. Han pasado tantísimos años desde entonces. De lo único que estoy seguro es que era viernes. Pues me encontraba enfrascado en la lectura de un libro de aventuras e intrigas de esas que ocurren en alta mar. Temidos piratas, británicos al servicio de la reina tras su caza y un tesoro escondido en una isla remota. La combinación perfecta para que se me fuera el santo al cielo. Cuando quise darme cuenta y al levantar la mirada, topé con la silueta gris y desgarbada de un hombre de mediana edad. Vestía con un mono de un desgastado color verde. Si a eso se le añadía su suciedad, su barba mal cuidada y el cabello ralo que caía sobre sus hombros más que un jardinero parecía un pordiosero. Hasta ese momento nunca me había cruzado con él. La casualidad quiso que ese día se le rompiera el mango del rastrillo y volviera a la caseta a buscar uno nuevo.

—¿Qué haces aquí muchacho? —dijo con voz calmada.
—Leía —contesté levantando el libro que hasta ese momento había permanecido en mi regazo.
—Hum. Un buen libro, señor.
—Pero ya me iba señor —dije metiendo el libro en la mochila.
—¡Oh! Espero no haberte molestado — y se acercó renqueando hasta donde me encontraba yo—. Pero debes comprender que este no es lugar para un muchacho.
—Lo sé señor. No volverá a ocurrir —me disculpé.
—No lo digo por mí. A mí no me importa. Pero mira a tu alrededor y podrás ver un sinfín de herramientas peligrosas —dijo el jardinero, señalando con lo que le quedaba del rastrillo las herramientas que pendían a ambos lados de la caseta mientras cerraba la puerta tras de sí.
—Lo sé señor. Las estuve observando.
—Vaya, las has observado —afirmó, y sus ojos empequeñecieron—. Ven, ven aquí. Te presentaré a alguien.
—Debo irme señor. Me he entretenido demasiado y mi madre estará esperándome.
—Comprendo que debe estar preocupada. Pero ven. Es aquí, en el fondo.
—¿Tiene usted una rata? —pregunté con un deje curioso en mi voz.
—Hum, es posible. Ven que te la presento.

       Dejé la mochila en el suelo y dando tres pasos me acerqué hasta donde estaba el jardinero.

       Era guapa, muy guapa. Sus ojos eran claros como las ideas de un genio y su melena espesa y negra como una porción del espacio infinito. Durante un rato estuve embobado observándola. Hasta que sus dulces y azulados ojos me enfocaron y tomó conciencia de mi presencia.

—Hola —dijo mientras con las manos intentaba quitarse las arrugas del vestido.
—No te preocupes, incluso arrugado te sienta bien —dije sorprendiéndome a mí mismo de mi osadía.
El vestido azul, su rostro blanquecino. Era como si toda ella formara parte de una canción infantil. Pura e inocente.
—Lo siento —dijo con semblante triste y apesadumbrado.
—¿Qué?
—Lo del jardinero —habló casi en un susurro que hizo temblar sus rosados labios.

       Y entonces descubrí que el jardinero ya no se encontraba en la caseta, se había desvanecido. Me dirigí a todo correr a la puerta y la abrí. Al salir me enredé con una cinta de plástico que me hizo trastabillar y caer al suelo. 

       Algo había ocurrido. Tenía un presentimiento que escalaba desde el fondo de mi estómago hasta la garganta. Un horrible presentimiento con sabor a bilis. Me sentí desubicado y hasta mareado. Al alzar la vista observé aterrado que el colegio había cambiado. Las paredes del edificio estaban mohosas y repletas de enredaderas que abrazaban con fuerza la rojiza piedra. En el patio ahora crecían malas hierbas que al levantarme me llegaron hasta la cintura. El árbol del que nunca supe la especie ahora era sólo un tocón seco y podrido. Una profunda desorientación se apoderó de mí y mi cabeza empezó a dar vueltas como una peonza lanzada por una mano diestra.

       Al desatar de mi pie un trozo de la cinta de plástico, que breves instantes antes me había hecho caer, y al leer lo que ponía, un fogonazo sacudió mi mente. Un recuerdo terrible laceró la masa gris de mi cerebro. Y unas lágrimas más frías que un adiós exento de amor se deslizaron por mis mejillas. Lloraba y echaba de menos a mi madre. Lloraba por todo lo que debió sufrir, y lo poco que quedaba de mi corazón se hizo cenizas y se lo llevó una cruel tempestad.

       Una mano cálida y suave se posó sobre mi hombro. Al volverme, la bella muchacha del vestido azul me obsequió con una tierna mirada repleta de sincera compasión.

—El óxido rojo de las herramientas, no era tal…—Dije, tragando saliva y limpiándome con la manga las lágrimas que aún manaban—. Las ramas blancas y secas, la tela azul. Tu vestido es azul.

       Ella asintió lentamente y su cara se tiñó de una profunda tristeza.

—La cinta de plástico… —Y le tendí la cinta en la que rezaba policía con letras grandes pero descoloridas.

       La tomó de mis manos y la observó, perdiéndose en sus recuerdos, aferrándose para no naufragar entre los más dolorosos.

—Ya no volveré a ver a mi madre ¿verdad?  —balbuceé intentando no echarme a llorar de nuevo.
—Yo tampoco volví a ver a mis padres. Sólo los presiento. Al igual que ellos a nosotros.
—Todo ha cambiado. Todo es diferente —hablé despacio, casi deletreando las palabras, para que mi mente de muchacho tuviera tiempo de meditar lo que estaba ocurriendo.
—El tiempo ahora se mueve a diferente ritmo. Años, horas, segundos, eso ya no importa.

       Sin previo aviso la muchacha acercó el rostro al mío y deslizó un beso en mi mejilla. Un beso cándido a la vez que cálido que rehizo una pequeña porción de mi corazón.

—Gracias —dijo mientras en su rostro amanecía una sonrisa.
—No lo entiendo.
—Gracias a ti él ya no lo volvió a hacer más. Siento que el precio haya sido tan alto —dijo, ofreciéndome su mano.

       No rehusé el ofrecimiento. De hecho, en aquel momento, necesitaba tener a alguien en quien apoyarme y en quien confiar. 

        Y caminamos durante lo que me parecieron horas, observando como la maleza continuaba creciendo sin control engullendo a cada paso el patio y las paredes del colegio. Y en el cielo, la luna y el sol se turnaron cientos de veces tiñendo el infinito de estrellas o de brillantes haces de luz que de tanto en tanto nos alcanzaban. Y desde entonces seguimos caminando, el uno al lado del otro. Conociéndonos mejor cada día. Sanando nuestros corazones. Adaptándonos a la alocada cinética del paso del tiempo y llegando a pararlo cada vez que nuestros labios se encuentran más allá de lo que llaman vida. 

5 comentarios:

  1. Ya leí un poco y se lee bien, así que me lo leeré completo.
    Saludos

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  2. Felicidades al ganador, está muy merecido el premio. Me encantó ese relato.
    Eva, por mi parte no hay problema respecto a circular el PDF, siempre que mi nombre aparezca como autora en mi relato.
    Un abrazo,
    Esther

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  3. ¡Hola a todos!
    Estoy deseando poder leer los otros relatos :)
    Bueno, prontito volveré a estar online (escribo desde una biblioteca, justo antes de que me echen xD)

    ¡Un beso muy grande!

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  4. Enhorabuena Firefly! Realmente se merece premio el relato, está genial!
    Besos!

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