Aquí os dejo el relato ganador. Cuando los demás relatos me den su permiso, si quieren, claro, enviaré el pdf con todos a quien lo pida, porque creo que merecen ser leídos.
LA CASETA VERDE DE
LAS RATAS (Autor: Firefly)
Cuando cumplí los doce años el colegio comenzó a mostrarme
su verdadera cara. De hecho nunca la había escondido, sólo que con menos edad
pasaba desapercibida. Ya no era el lugar idílico que creía que era siendo un
párvulo. Se acabó amasar y dar forma a plastelina de colores brillantes. Ya
nunca jamás pegaría pegatinas con diferentes formas geométricas en un folio en
blanco sin importar siquiera si alguna de ellas era desterrada en una esquina
de la mesa. Quizá lo único bueno de dejar atrás, hace ya varios años, aquel
curso, era perder de vista aquella horrible bata a cuadros con el nombre bordado
en el pecho que a todos los alumnos nos obligaban a vestir convirtiéndonos, de
esa forma, en integrantes de una extraña sociedad secreta de diminutos seres. Y
aún así, una nostalgia me embargaba cuando una de sus mangas asomaba
furtivamente del armario cada mañana mientras me vestía con una camiseta a
rayas, de esas que tanto me gustaban, y unos pantalones de pana, de esos que
tanto odiaba. Pero mi madre, que los compraba de oferta, me obligaba a
enfundármelos aunque el sol primaveral comenzara
a lanzar miradas cargadas de dulce y esperada calidez.
Las matemáticas ya no eran dos más dos. Y a medida que
percibíamos que era un idioma universal capaz de desvelar los más intrincados
misterios del universo también se convertía en una escarpada montaña que
escalar. Y para colmo ciencias naturales cambió los pequeños animalillos de
granja por el complejo cuerpo humano que, representado en su totalidad y con todo lujo
de detalles, dejaba en evidencia cuan ignorantes éramos de nuestro propio ser. Haciéndonos
sonrojar a algunos y reír a otros por la bromitas del gracioso de clase que
disimulaba de esa forma su total desconocimiento de las partes íntimas de una
mujer o un hombre. Sí, evidentemente todo había evolucionado. Era ley de vida y
con doce años intentaba amoldarme en ese mundo que a medida que crecía se me
antojaba algo más complicado. Pero no todo estaba perdido, ni mucho menos. De
hecho, en ese preciso momento no había nada perdido. Todavía no.
Con puntualidad
británica el sonoro timbre chillaba como un gallo asustado al ser accionado por
la temblorosa mano del anciano conserje. Eran las cinco en punto. Y los niños,
como un tsunami arrasando una costa cualquiera, se desbordaban de las aulas de
forma desordenada mientras los profesores movían la cabeza de un lado para otro
e intentaban en vano poner orden. Pero a esa hora los profesores perdían su
poder, todo su embrujo se desvanecía y volvíamos a estar libres. Sólo eran unos
minutos. Unos preciosos segundos que alargábamos y estirábamos como goma de
mascar, destrozando todas las teorías del tiempo, mientras hablábamos,
chillábamos o jugábamos con nuestros compañeros en el patio. Hasta que algún
familiar o hermano mayor nos tocaba en el hombro y nos hacía regresar a la
realidad. Al mundo en el que un minuto son sesenta segundos. A ese universo en
el que los mayores mandaban y los niños obedecían. Entonces sólo quedaba volver
a casa y reponer fuerzas para afrontar un nuevo día.
Los viernes (día de
la semana que mi madre se demoraba un poco más en venir a recogerme debido a su
jornada laboral) esos minutos de libertad yo los aprovechaba para leer.
Huía a hurtadillas de cualquier amigo
que necesitara hacer uso de su sociabilidad a costa de mi tiempo y me adentraba
en la caseta verde. Más conocida como la caseta verde de las ratas. Una caseta
que los alumnos de cursos más avanzados habían convertido en leyenda. Una
leyenda que se desmoronaba a mi alrededor
mientras al leer creaba una nueva.
De la caseta verde de las ratas se decía que guardaba un
cementerio en su interior y que por eso las ratas entraban y salían, campando a
sus anchas y mordisqueando lo restos de los cadáveres. Otros contaban que las
ratas se reunían dentro para dialogar y poner de manifiesto un sinfín de ideas,
demostrando así ser inteligentes y ocultando esa capacidad de raciocinio a los
humanos hasta el momento que decidieran atacarnos. Los
más faltos de imaginación, esos muchachos que siempre tenían lo pies en la
tierra, simplemente acusaban la aparición de tanto roedor debido a una falta
total de salubridad de esa zona del recinto.
Incluso plantearon interponer una queja a la directora. Al final no lo
hicieron. Debido sobretodo a que, al igual que los partidarios de las otras
versiones, nunca vieron una sola rata.
Así que intentando desentrañar un misterio, y casi por
casualidad, una tarde en la que el sonido del timbre ya había dado el libre
albedrío a todos los escolares, me acerqué a la caseta verde. Se hallaba
ubicada en la parte trasera del colegio. A la sombra de un gran árbol del cual
nunca me molesté en saber la especie. La caseta tenía una puerta metálica color
verde césped y el resto del mismo color pero una tonalidad más oscura. Sería
fácil alardear de valentía, pero no existe la valentía sin el miedo. Y yo no
tenía miedo pues nunca di crédito a ninguna de aquellas historias sobre
roedores. Me acerqué con paso firme y seguro hasta que estuve a pocos pasos de
la puerta y entonces pude percibir que ésta se hallaba entreabierta. No soy una
persona que se piense mucho las cosas. Si se piensan demasiado se pierden
oportunidades. Y aquella era perfecta para husmear dentro de aquel pequeño
edificio misterioso.
Apoyé la mano en el pomo y empujé suavemente. El interior
estaba a oscuras y a medida que la hoja de la puerta giraba sobre sus goznes el
sol fue bañando con su rojiza luz del atardecer la pequeña estancia. Me adentré,
y al hacerlo obstruí con mi cuerpo la entrada de luz. Así que casi a ciegas
palpé hasta dar con un interruptor. Con un leve zumbido una bombilla vieja y
cubierta de polvo se empleó a fondo para realizar su trabajo. Y entonces pude
ver con claridad el lugar. Nada de cadáveres ni ratas parlanchinas. Sólo herramientas
desgastadas de jardinería. Sólo era eso: la pequeña caseta del jardinero. Pero eso
no extinguió mi curiosidad, con lo cual me puse a fisgonear detenidamente todos
los rincones y herramientas que allí se encontraban. Al poco rato me aburrí de
mirar material de jardinería sucio y lleno de óxido en exceso y de observar
montones de ramas secas y quebradizas bajo una tela azul muy deteriorada. Tomé
asiento en el suelo y, casi instintivamente extraje un libro de mi mochila y
empecé a leer. Aquel lugar era un oasis de tranquilad en medio de un desierto
repleto de demencia preadolescente. Y desde aquel día, cada viernes, tenía una
cita con aquel lugar en el que el silencio prevalecía por encima del tumulto.
Invierno, primavera o quizás verano. No lo recuerdo. Han
pasado tantísimos años desde entonces. De lo único que estoy seguro es que era
viernes. Pues me encontraba enfrascado en la lectura de un libro de aventuras e
intrigas de esas que ocurren en alta mar. Temidos piratas, británicos al
servicio de la reina tras su caza y un tesoro escondido en una isla remota. La
combinación perfecta para que se me fuera el santo al cielo. Cuando quise darme
cuenta y al levantar la mirada, topé con la
silueta gris y desgarbada de un hombre de mediana edad. Vestía con un mono de
un desgastado color verde. Si a eso se le añadía su suciedad, su barba mal
cuidada y el cabello ralo que caía sobre sus hombros más que un jardinero
parecía un pordiosero. Hasta ese momento nunca me había cruzado con él. La
casualidad quiso que ese día se le rompiera el mango del rastrillo y volviera a
la caseta a buscar uno nuevo.
—¿Qué haces aquí muchacho? —dijo con voz calmada.
—Leía —contesté levantando el libro que hasta ese momento
había permanecido en mi regazo.
—Hum. Un buen libro, sí señor.
—Pero ya me iba señor —dije metiendo el libro en la mochila.
—¡Oh! Espero no haberte molestado — y se acercó renqueando
hasta donde me encontraba yo—. Pero debes comprender que este no es lugar para
un muchacho.
—Lo sé señor. No volverá a ocurrir —me disculpé.
—No lo digo por mí. A mí no me importa. Pero mira a tu
alrededor y podrás ver un sinfín de herramientas peligrosas —dijo el jardinero,
señalando con lo que le quedaba del rastrillo las herramientas que pendían a
ambos lados de la caseta mientras cerraba la puerta tras de sí.
—Lo sé señor. Las estuve observando.
—Vaya, las has observado —afirmó, y sus ojos empequeñecieron—.
Ven, ven aquí. Te presentaré a alguien.
—Debo irme señor. Me he entretenido demasiado y mi madre
estará esperándome.
—Comprendo que debe estar preocupada. Pero ven. Es aquí, en
el fondo.
—¿Tiene usted una rata? —pregunté con un deje curioso en mi
voz.
—Hum, es posible. Ven que te la presento.
Dejé la mochila en el suelo y dando tres pasos me acerqué
hasta donde estaba el jardinero.
Era guapa, muy guapa. Sus ojos eran claros como las ideas de
un genio y su melena espesa y negra como una porción del espacio infinito.
Durante un rato estuve embobado observándola. Hasta que sus dulces y azulados
ojos me enfocaron y tomó conciencia de mi presencia.
—Hola —dijo mientras con las manos intentaba quitarse las
arrugas del vestido.
—No te preocupes, incluso arrugado te sienta bien —dije
sorprendiéndome a mí mismo de mi osadía.
El vestido azul, su rostro blanquecino. Era como si toda
ella formara parte de una canción infantil. Pura e inocente.
—Lo siento —dijo con semblante triste y apesadumbrado.
—¿Qué?
—Lo del jardinero —habló casi en un susurro que hizo temblar
sus rosados labios.
Y entonces descubrí que el jardinero ya no se encontraba en
la caseta, se había desvanecido. Me dirigí a todo correr a la puerta y la abrí. Al salir me enredé con una cinta de plástico que
me hizo trastabillar y caer al suelo.
Algo había ocurrido. Tenía un presentimiento que escalaba
desde el fondo de mi estómago hasta la garganta. Un horrible presentimiento con
sabor a bilis. Me sentí desubicado y hasta mareado. Al
alzar la vista observé aterrado que el colegio había cambiado. Las
paredes del edificio estaban mohosas y repletas de enredaderas que abrazaban
con fuerza la rojiza piedra. En el patio ahora crecían malas hierbas que al
levantarme me llegaron hasta la cintura. El árbol del que nunca supe la especie
ahora era sólo un tocón seco y podrido. Una profunda desorientación se apoderó
de mí y mi cabeza empezó a dar vueltas como una peonza lanzada por una mano
diestra.
Al desatar de mi pie un trozo de la cinta de plástico, que
breves instantes antes me había hecho caer, y al leer lo que ponía, un fogonazo
sacudió mi mente. Un recuerdo terrible laceró la masa gris de mi cerebro. Y
unas lágrimas más frías que un adiós exento de amor se deslizaron por mis
mejillas. Lloraba y echaba de menos a mi madre. Lloraba por todo lo que debió
sufrir, y lo poco que quedaba de mi corazón se hizo cenizas y se lo llevó una cruel tempestad.
Una mano cálida y suave se
posó sobre mi hombro. Al volverme, la bella muchacha del vestido azul me
obsequió con una tierna mirada repleta de sincera compasión.
—El óxido rojo de las herramientas, no era tal…—Dije,
tragando saliva y limpiándome con la manga las lágrimas que aún manaban—. Las
ramas blancas y secas, la tela azul. Tu vestido
es azul.
Ella asintió lentamente y su cara se tiñó de una profunda
tristeza.
—La cinta de plástico… —Y le tendí la cinta en la que rezaba
policía con letras grandes pero descoloridas.
La tomó de mis manos y la observó, perdiéndose en sus
recuerdos, aferrándose para no naufragar entre los más dolorosos.
—Ya no volveré a ver a mi madre ¿verdad? —balbuceé intentando no echarme a llorar de
nuevo.
—Yo tampoco volví a ver a mis padres. Sólo los presiento. Al
igual que ellos a nosotros.
—Todo ha cambiado. Todo es diferente —hablé despacio, casi
deletreando las palabras, para que mi mente de muchacho tuviera tiempo de
meditar lo que estaba ocurriendo.
—El tiempo ahora se mueve a diferente ritmo. Años, horas,
segundos, eso ya no importa.
Sin previo aviso la muchacha acercó el rostro al mío y
deslizó un beso en mi mejilla. Un beso cándido a la vez que cálido que rehizo
una pequeña porción de mi corazón.
—Gracias —dijo mientras en su rostro amanecía una sonrisa.
—No lo entiendo.
—Gracias a ti él ya no lo volvió a hacer más. Siento que el
precio haya sido tan alto —dijo, ofreciéndome su mano.
No rehusé el ofrecimiento. De hecho, en aquel momento,
necesitaba tener a alguien en quien apoyarme y en quien confiar.
Ya leí un poco y se lee bien, así que me lo leeré completo.
ResponderEliminarSaludos
Verás cómo te gusta.
EliminarBesos
Felicidades al ganador, está muy merecido el premio. Me encantó ese relato.
ResponderEliminarEva, por mi parte no hay problema respecto a circular el PDF, siempre que mi nombre aparezca como autora en mi relato.
Un abrazo,
Esther
¡Hola a todos!
ResponderEliminarEstoy deseando poder leer los otros relatos :)
Bueno, prontito volveré a estar online (escribo desde una biblioteca, justo antes de que me echen xD)
¡Un beso muy grande!
Enhorabuena Firefly! Realmente se merece premio el relato, está genial!
ResponderEliminarBesos!